Apología de libertad
Para el tío Pepe y su viaje interminable
Cuando nacimos éramos libres, bastante pequeños a mi gusto, pero libres. Pequeños, gordos y torpes esperábamos el momento de crecer. Las malas voces decían que si nos daba frío enfermaríamos al monstruo y, con él, moriríamos. Nunca pasó. Conforme fuimos aumentando de tamaño, conocimos al principal enemigo: el zapato.
Empezamos a tomar una forma distinta, la fuerza que desarrollamos juntos, era inimaginable, podíamos arquearnos, estirarnos y volvernos a arquear. Éramos el sostén de algo mucho más grande que nuestros veintiséis centímetros y a pesar de ser el mayor, yo sólo medía unos cuantos de ellos. Nos llamábamos compañeros de lucha y aunque siempre estuvimos a la par, no convivimos lo suficiente para conocernos a fondo.
Lo llamamos monstruo cuando empezó a torturarnos. Al principio éramos uno solo, andábamos desnudos y libres. Hasta que un día, nos encerró. Creímos que sería temporal, le echábamos la culpa al invierno, pero llegó el cambio de estación y siempre estábamos cubiertos. Era insoportable. Cada mañana las botas de trabajo torturaban nuestra existencia. Nos apretaba tanto, que podríamos asegurar que gozaba de nuestro sufrimiento.
No siempre podíamos actuar, pero cuando llegaban los zapatos nuevos, nos movíamos rápidamente. En un par de horas lográbamos nuestros objetivos, las uñas que se encontraban en constante protesta por crecer, se enterraban en nosotros y juntos causábamos dolor. Por mi parte, siempre tuve una relación cercana con el primer metatarsiano, tan así que decidimos unirnos y dejar un recuerdo de nosotros, cuando fue consumado, lo llamamos Juanito, rebelde e implacable, el mejor de nuestros ataques.
Teníamos meses intuyendo que algo raro sucedía. La piel se había marchitado, las hormigas imaginarias nos hicieron creer que estábamos locos, nos entumecíamos y cansábamos con mayor frecuencia. Los rumores decían que una de las uñas se había aferrado tanto al Pequeño que un especialista la tuvo que cortar, pero lo hizo mal.
Nos liberó y en ese momento supe que el problema era grave. El gusto de la libertad duró poco, el Pequeño estaba cada vez peor, su coloración estaba cambiando y la ampolla no dejaba de supurar. Cuando parecía a punto de cicatrizar, algo, por mínimo que fuera, la volvía a abrir. Dolía. Aunque no lo sintiéramos directamente, verlo sufrir nos dolía, ¿de qué servía la libertad cuando no era para todos? Desconocíamos lo que pasaría.
Un día, al despertar, el Pequeño ya no estaba.
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